En México el crimen no solo ocupa balas para gobernar; en mucho de los casos le basta la factura del miedo. La extorsión, esa palabra que por común ahora lo abarca todo, se ha convertido en la columna vertebral de la economía de los grupos delictivos y en el impuesto más caro que se paga por vivir y trabajar en este país.
Pero lo más terrible es la ausencia del Estado, o la colusión, porque la extorsión se ha convertido en una especie de Hacienda paralela y opera incluso desde las estructuras de los propios gobiernos, donde el crimen ha colocado a funcionarios encargados de cobrar cuotas extraordinarias por otorgamiento de permisos para operar diversos servicios, desde la construcción, el comercio, el ambulantaje, la recolección de basura y hasta el consumo de agua y energía eléctrica.
De norte a sur, los grupos criminales dejaron de ser traficantes para volverse recaudadores de la desesperanza. En los pueblos agrícolas de Michoacán, los productores de aguacate y limón pagan para poder sembrar y cosechar. En Guerrero hasta los jornaleros agrícolas y sus patrones pagan cuotas para ser trasladados de un campo a otro y poder realizar sus jornales. En los centros urbanos, las tortillerías entregan cuotas por “protección” y los taxistas calculan el piso como parte del combustible diario. Y en el comercio, casi nueve de cada diez empresas, según la CONCANACO, han sido víctimas de algún tipo de extorsión. El crimen ha hecho lo que el Estado no: uniformar la carga tributaria, solo que sin ley, sin control y sin rostro.
El costo económico de esa dominación es impactante. La extorsión encarece la cadena productiva, alimenta la inflación y ahoga la inversión. Pero el costo moral es aún mayor: millones de mexicanos viven sometidos a una soberanía invertida, donde el ciudadano obedece más al criminal que a la autoridad. El silencio, más que una estrategia, es el nuevo idioma nacional: se paga para no morir, se calla para poder seguir y se sigue escuchando a una presidente que habla en un idioma extraño, diciendo que en este país todo va requetebién.
Es el México en manos de criminales y de gobernantes que vendieron su alma al diablo para acceder al poder, sin importar que ellos mismos son ahora víctimas de su ambición. Es cierto que la historia los juzgará, pero al país le urge que el Estado pase a manos valientes y honradas para someter al imperio de la ley a los delincuentes de dentro y de fuera.
Pero mientras los extorsionadores de toda laya se mueven a sus anchas, los gobiernos federal, estatales y municipales, siguen entretenidos en conferencias, estadísticas y pactos retóricos de “paz y seguridad”. No entienden, o no quieren entender, que un país donde se paga por trabajar es un país que ya perdió la guerra y la esperanza.
La extorsión no solo corroe la economía: carcome la dignidad. Cuando el miedo se institucionaliza y el Estado es cooptado, el crimen deja de ser enemigo para convertirse en autoridad. Ese es el verdadero rostro de la violencia: el de un poder fáctico que ya no dispara, sino que cobra impuestos con la complicidad del silencio oficial.
La extorsión, es el ejemplo más vivo no solo del narco Estado, sino de un gobierno autoritario que entregó a la delincuencia lo más sagrado de una sociedad: Su seguridad, su dignidad, su paz y su futuro. Ese es el espíritu de la izquierda paranoica y distorsionada que dice gobernar a este país a nombre de los pobres.
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