Chispazo

El alcalde que no se arrodilló

A Carlos Manzo lo mató la impunidad y un Estado coludido con intereses de facto. Lo mató la cobardía institucional y la aún subyacente política de los abrazos que cobijan al verdugo y desamparan al inocente. Su valentía fue un estorbo para la comodidad del poder. Era un hombre incómodo porque, desde el corazón municipal de Uruapan, demostraba que sí se podía enfrentar al mal, aunque el gobierno prefiera la omisión; el dejar hacer, dejar pasar.

Cuando el alcalde anunció que sus policías responderían a tiros contra los delincuentes, la presidenta Claudia Sheinbaum se apresuró a corregirlo: “Eso sería violar los derechos constitucionales” ¿de los criminales?. Los mismos derechos que se le niegan, día tras día, al pueblo de México.

Manzo fue un obstáculo porque encarnó lo que el régimen detesta: la autonomía moral y la eficacia sin permiso. En su municipio, sin los apoyos federales que la situación exige, cumplía la función que el Estado mexicano abandonó hace años: proteger la vida. Por eso lo dejaron solo, a pesar de que le pidió apoyo a la presidente Sheinbaum, a quien le dijo que renunciaría al cargo si con los abrazos y no balazos habría resultados en la lucha contra los criminales. Ella, la presidente, no dijo nada, no aceptó el reto, se quedó callada, lo que nunca hizo él como alcalde. Por eso lo mataron.

Michoacán arde, y no por fuego ajeno. Arde de rabia, de impotencia, de verdad. La indignación tomó las calles, el hartazgo irrumpió en el Palacio y la dignidad insultó al gobernador Alfredo Ramírez Bedolla, echándolo del velorio del hombre que su gobierno dejó morir. Grecia Quiroz, su viuda, habló por todos: “La lucha continúa”. Y con esa frase encendió una llama de esperanza que ya no es solo de Uruapan, sino de México entero.

Porque Carlos Manzo simbolizaba lo que este país añora: un liderazgo limpio, un servidor público independiente que no servía a partido alguno, sino a la gente. Se deslindó de Morena cuando entendió que la esperanza había sido traicionada, que la revolución prometida se prostituyó en alianzas oscuras y en discursos de moral falsa.

Ahora hace falta ver hasta dónde llegará el discurso de la descalificación que normalmente impera desde el púlpito presidencial, porque todo acto, toda iniciativa, toda protesta que venga desde la independencia y el clamor ciudadano, la presidenta, se supone, de todas y todos los mexicanos, le busca padrino neoliberal o lo remite a las catacumbas del conservadurismo. Se trata de deslegitimar la indignación y reducir la protesta de los ciudadanos a lo que ellos llaman “politiquería”, porque no hay razón alguna para cuestionar a un gobierno “perfecto” en el que, por lo mismo, no se acepta la crítica y ni por asomo la autocrítica.

No hay duda, el asesinato de Carlos Manzo marcará un antes y un después no solo en Michoacán, sino en el país. Hay una razón nodal: Desempeñaba en su municipio la función que el Estado Mexicano no ejerce en el país. Por eso, no solo en Michoacán, sino millones de mexicanos se identificaban con él, porque representaba el modelo de seguridad que las instituciones federales no han tenido para enfrentar con éxito el flagelo criminal.

Si Omar García Harfuch no redefine su modelo de seguridad, en muchos de los casos más diseñado para el marketing que para la eficacia, su credibilidad se irá desmoronando al ritmo de la violencia cotidiana, del agravio diario y el hostigamiento criminal. La gente lee su ciudad, la conoce al revés y al derecho, siente su barrio, su calle y sabe que nada ha cambiado y que las cuentas de la mañanera nada tiene que ver con su realidad. Los números no protegen, las patrullas no salvan, las mesas de seguridad y las ruedas de prensa no sustituyen la justicia. Tampoco apagan la indignación en las horas cruciales.

Carlos Manzo, con apenas cuarenta años, puso en jaque a un sistema que confunde autoridad con propaganda. Desnudó la mentira moral de quienes repiten el catecismo de “no robar, no mentir, no traicionar”, mientras bajos, medios y altos funcionarios, se sirven con la cuchara grande, a la vista de todos. Llegaron con hambre de poder y de dinero, y muchos de ellos lo ejercen con descaro y cinismo. Es la soberbia del poder donde siguen encaramados a nombre del pueblo, o más bien del reparto presupuestal. Pero al mismo tiempo, por lo mismo, carecen de la sensibilidad para entender que un día de estos se les puede aparecer Fuenteovejuna. En Michoacán, en Sinaloa, en Guanajuato, en Guerrero…Y en todo el país.

A Carlos Manzo lo mataron porque no se arrodilló. Y eso, en esta nación aún nuestra, es todavía el más grave de los delitos.

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Felipe Guerrero Bojórquez

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