Chispazo

Culiacán no es un narcocorrido

Permítanme una entrada en primera persona: Quiero a Culiacán porque esta ciudad me ha permitido desarrollar mi profesión mirándola a los ojos. Por años me ligué a ella a través de la radio: Promomedios, W Radio, Radio Fórmula y hoy lo hago a través de mis redes sociales para todo Sinaloa y algunas otras regiones del país. Lo anoto porque que, en este tiempo, he tratado con una de las sociedades más pujantes del país, y porque hay posiciones que, en este doloroso trance, han tratado de enlodar su dignidad y valentía.
Pretender encasillar a Culiacán bajo el estigma del “buchón” es un recurso tan fácil como perverso. Quienes lo hacen no buscan entender a la ciudad, sino culpar a sus habitantes de sus propias desgracias y así lavar la cara a un gobierno que incumple su deber elemental: garantizar paz y justicia.

Nadie niega la existencia de una subcultura nacida en la circunstancia histórica del narcotráfico: corridos, lujos, cadenas de oro, vestimenta y poses desafiantes. Pero de ahí a concluir que todos los culichis lo aceptan, lo practican o lo justifican, hay un océano de distancia. La gran mayoría está hecha de familias que madrugan para llevar a los hijos a la escuela, de estudiantes universitarios que sueñan con otra vida, de trabajadores que levantan la economía, de empresarios, deportistas, artistas y profesionistas que hacen patria desde el esfuerzo cotidiano.

Sí, hay violencia. Sí, hay bandas delictivas. Pero esas estructuras no florecieron por generación espontánea: crecieron a la sombra del poder político, bajo el amparo de una pax narca que las alimentó y las volvió intocables. Hoy, con la 4T, ese orden no desapareció: se mezcló. Gobierno y fuerzas fácticas comparten la función institucional, se cruzan, se confunden. Es el narco Estado a la mexicana.

Por eso es insultante culpar a la sociedad por lo que padece. Quien minimiza la marcha ciudadana, quien insinúa que Culiacán carece de autoridad moral para exigir, está repitiendo la tesis más vil: que el pueblo es culpable de la violencia que lo azota. Manipulación pura, diseñada para deslegitimar el enojo colectivo.

La indignación no nació con la marcha del pasado domingo, sino en cada madre que teme por sus hijos, que se los han arrebatado; en cada joven que mira al futuro con sospecha, en cada ciudadano que siente que el gobierno juega del otro lado. Culiacán no es un corrido buchón: es una ciudad indignada y valiente que, con niños inocentes y jóvenes esperanzados, exige un mañana distinto.

Culiacán no merece el desdén mañanero de una mandataria que exculpa al gobierno, que argumenta “factores externos” para justificar que lo que aquí ocurre no es culpa siquiera de los malos, sino de los gringos que vinieron a alterar el orden cómplice; un gobierno que ha tratado de eludir su responsabilidad y que solo le falta declararse víctima de la incomprensión social.

Si, nomás eso falta. Pero que quede claro: Culiacán no es un corrido buchón. Es un pueblo que se debate entre el pasado y la aspiración de sacudirse para siempre la relación histórica de crimen y gobierno.

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Felipe Guerrero Bojórquez

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