Chispazo

Culiacán, a un año de la guerra

El próximo 9 de septiembre Culiacán cumple un año en guerra. No, no fue un trueno lejano, aislado, fue desde entonces un estallido que no cesa.

En casi doce meses, el municipio, la ciudad ha perdido, según estimaciones, 25 mil millones de pesos, pero lo más caro no ha sido el dinero, sino la esperanza que se fugó con las más de 100 mil almas desplazadas, esas que se vieron obligadas a abandonar sus casas, sus calles, sus sueños.

Hace un año solo la ciudad de Culiacán tenía un estimado de un millón cien mil habitantes: Hoy tiene menos. Hay indicadores que establecen que de esta ciudad han salido poco más de 100 mil personas huyendo de la guerra. Se desparramaron silenciosamente por diversos puntos del territorio nacional y el extranjero. Y aquí mismo, en otros puntos de Sinaloa. ¿Alguien ha notado cómo creció la circulación vehicular y la matrícula escolar en Mazatlán y Los Mochis?

Pero las cifras no son números: Son hechos contundentemente reales, dramáticos, que se reflejan en 18 mil empleos que se apagaron, en más de 1,200 negocios que cerraron sus puertas dejando vitrinas vacías, calles mudas, y un eco de persianas oxidadas bajando a la fuerza.

Cada día, entre 5 y 7 vidas arrancadas;
cada día, entre 14 y 18 vehículos robados,
como si la ciudad se desangrara en pequeñas disecciones constantes, a través de cortes producidos por el látigo despiadado de la violencia y la impunidad.
Cada día, 4 o 5 personas desaparecen,
como si la tierra hubiera aprendido a tragarse a la gente, sin dejar rastro ni tumba donde llorar. Solo desesperación, desconsuelo y al mismo tiempo impotencia y rabia.
La paranoia se volvió costumbre. Las familias siguen encerrándose temprano,
como si la noche fuese un animal hambriento. El miedo ya no es un visitante, es un inquilino permanente en cada hogar. Y el espacio público es un albur; la transición aún más insegura entre salir de casa para llevar los niños a la escuela, ir al trabajo, al súper y regresar.

Arriba, el gobierno presume decomisos,
drogas, armas, laboratorios desmantelados.
Pero nunca aparecen culpables en la proporción de los hechos, solo sombras detenidas que se esfuman en expedientes y en cárceles inexistentes.
Abajo, en la calle real, la droga fluye,
el alcohol no duerme, las extorsiones son rutina y los asaltos la música de fondo de una ciudad sitiada por las armas: Las de los grupos fácticos y las de miles de soldados y policías que se movilizan por entre el clima tenso.
Expertos dicen que una década tardará en sanar la economía de Culiacán. Pero ¿quién mide el tiempo del alma rota? ¿Cuántas horas se anidan en el engranaje de un reloj sangriento e imparable? ¿Qué calendario puede contar los años que necesita
una ciudad para volver a confiar en su propia sombra? ¿Qué hacer para que el éxodo ceda y para que el miedo colectivo se convierta en un recuerdo, en una experiencia para impedir que nunca más nos gobierne la cobardía?
Los que hoy ostentan el poder, argumentando llamas en nuestros patios, ofrecieron sacarnos del infierno para llevarnos al paraíso. Hoy, en sentido figurado, como en la Roma de Nerón las llamas se desparraman por toda la ciudad, aunque el gobierno haga esfuerzos por negar su mano pirómana.

A un año de esta guerra declarada también de facto, la realidad es tan tozuda que no se puede maquillar ni con conferencias diarias ni con frases arrebatadas. La ciudad sigue mancillada, la gente vive encerrada y el miedo es hoy la política pública más efectiva.

Los decomisos arriba se convierten también en escenario mediático, mientras abajo la violencia sigue siendo la rutina. No hay Estado de derecho que aguante la paradoja de capturar armas y drogas, pero no a los dueños de esa maquinaria.

Culiacán es el espejo que el gobierno no quiere mirar: cifras devastadoras, una economía muy, pero muy a la baja, miles de familias desplazadas y una sociedad sometida a la paranoia. Y, aún así, el gobierno, no se sabe bajo qué parámetros, mediciones y argumentos, se aventó el boleto de prometer que en septiembre todo esto terminará, como si la violencia tuviera calendario y obedeciera caprichos de oficina. La guerra se inició por un desacuerdo, a menos que haya un acuerdo entre las partes para la fecha prometida. Sería la única manera.

La verdad es que no hay luces en el túnel. Ni pequeñas, ni titilantes. Lo que sí hay son muertos, desaparecidos, negocios quebrados, familias huyendo y una generación creciendo en el miedo.

¿El futuro? Diez años de recuperación económica, dicen algunos expertos. Pero de la recuperación moral y social, de esa nadie habla. Porque esa, señores del gobierno, no se compra ni con discursos ni con estadísticas maquilladoras.

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Felipe Guerrero Bojórquez

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