Mover, aunque sea un milímetro la trayectoria de un barco grande no es fácil. Vencer el peso monumental de la inercia cuesta mucho. Pesa el pasado con frecuencia, en exceso. Si lo consigues, al cabo del tiempo, el punto de destino puede llegar a ser radicalmente distinto al que estaba inscrito en el origen.
Intentar alterar trayectorias de vida es un poco como girar la dirección inercial de un trasatlántico. Lograrlo requiere una inversión de energía enorme, pero si lo logras, se abren posibilidades y horizontes insospechados. En desuso la política, la fuerza que es nuestra debilidad, definirá la suerte de la reforma que el régimen reclama. El uno y los otros se van a meter al callejón de la democracia.
Si política es fuerza, inteligencia y organización, en México ésta pierde fuerza y carece de lo segundo y lo tercero. Como quien dice, la política está en desuso y mejor ni hablar de la sensatez y el equilibrio.
Justo cuando el recurso de la polarización comienza a rendirle frutos decrecientes al jefe del Ejecutivo en ese ánimo pendenciero de alcanzar los objetivos a como dé lugar, la oposición partidista y la resistencia civil se meten al callejón, adonde al mandatario le gusta resolver las diferencias.
Un sistema que se guisó hace nueve años como un mazacote en el horno de quienes hoy rechazan tocarlo y ahora se quiere cocinar como un muégano en el comal de quienes piensan que Tenochtitlán se fundó apenas el primero de diciembre de 2018. Un sistema que reclama un ajuste serio, pero no un cambio drástico. El régimen político-electoral actual no es el veneno de la democracia, como tampoco la panacea de ella ni el retablo para odiar al adversario.
En esa situación, quizá, convendría llamar a una consulta popular sobre el dislate de ponerse a cavar trincheras habiendo tanta fosa clandestina o, quizá, el INE tan dados a ver qué tan bien se le percibe y cómo se ve el proyecto de reforma, podría solicitar una encuesta al respecto.
Más allá del modo, tono y momento en que el Ejecutivo Federal insta a revisar el régimen político- electoral y de su profundo desconocimiento de la iniciativa que se promueve y más allá de la socarronería con que los partidos opositores se parapetan en organismos de la sociedad para, en nombre de la democracia, salvaguardar intereses, posiciones y financiamiento, si se reactivara la política sin duda se encontrarían fórmulas de arreglo en forma, tiempo y fondo para afinar ese sistema. Sin embargo, la política está en desuso.
Hacer a un lado la fanfarronería presidencial de proponer la elección de consejeros y magistrados electorales a través del voto popular a partir de una lista de tapados preseleccionados por los Poderes de la Unión. Se podría entonces subsanar los errores cometidos, sobre todo, en la reforma electoral de 2013, bendecida por quienes desaparecieron el IFE y hoy maldicen la supuesta intención de desaparecer al INE. Se podría salir de la exageración y la estridencia que ensordece al diálogo.
GOTITAS DE AGUA:
¿Qué se quiere un órgano electoral nacional y centralista o uno federal y descentralizado? En la respuesta se cifra qué hacer entonces con los organismos públicos locales electorales, y evitar la duplicidad de funciones.
Desde luego, en estos días pedir a los políticos hacer política es una quimera. Ni en el primer minuto del nacimiento, desnudos y berreando, los seres humanos somos iguales.
No. No nacemos iguales y libres. Pero hay un acto en el que nos igualamos pobres y ricos, educados y analfabetas, integrantes de pueblos originarios, mestizos, mexicanos de varios orígenes, campesinos o empresarios, poderosos o humildes, hombres y mujeres: el voto. Por ese motivo titulé mi columna el día de hoy. “Un Presidente, entre ricos y pobres”. Y con eso me quedo. “Si cierran la puerta, apaguen la luz”. “Nos vemos Mañana”…
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