La Navidad nos debe recordar los dos rostros del mundo: la opulencia y la miseria de la desigualdad.
Navidad es una palabra derivada del vocablo latino Nativitas, que significa nacimiento. Los cristianos celebramos, desde hace siglos, el nacimiento de Jesucristo. Este acontecimiento ha marcado definitivamente la historia del mundo. Creyentes y ateos nos referimos a un parteaguas cuando queremos situar en el tiempo y en espacio a los principales acontecimientos del mundo: antes de Cristo y después de Cristo. Y no obstante ser una de las festividades cristianas más importantes del año litúrgico, la fiesta de la Navidad se ha teñido de tintes no precisamente cristianos, que han desvirtuado la esencia misma del nacimiento de Jesucristo.
Las fiestas navideñas son multicolores, nostálgicas, cordiales y afectuosas. Eso está bien. En los hogares y en las calles se escuchan cantos relativos a esta gran fiesta. Sin embargo, mucho me temo que incluso a los cristianos se nos olvida en qué condiciones nació Jesús. Desde luego, no nació en un lugar confortable. El evangelista Lucas nos dice que mientras José y María estaban en Belén, a donde habían acudido a empadronarse, “llegó para María el momento del parto y dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, pues no había lugar para ellos en la sala principal de la casa”.
Jesús nace en condiciones de pobreza, lejos de familiares y amigos, en medio de un abigarramiento de familias que habían ido también a empadronarse en Belén; obedeciendo el decreto del emperador Augusto, quien había ordenado realizar un censo en todo su imperio. Galilea y Judea estaban bajo el dominio del Imperio romano.
La Navidad debiera recordarnos los dos rostros del mundo actual: por un lado, la opulencia, el poder del dinero, la vanidad de los poderosos y el privilegio de los ricos; y por el otro, la miseria de la desigualdad social, el hambre de los desposeídos y el desamparo de los migrantes.
La publicidad ha despojado a la Navidad de su carácter místico y sagrado. La ha convertido en una fiesta profana; en baile, jolgorio y glotonería. Los cristianos hemos olvidado nuestros orígenes. Se nos hace pesada una austeridad responsable, una actitud humanista y dadivosa, y una generosidad espontánea. Los fuegos fatuos del acomodamiento individualista son cohetes que deslumbran momentáneamente nuestro cielo, pero después solo nos dejan olor a pólvora quemada.
GOTITAS DE AGUA:
¿Nos atreveremos los cristianos a devolverle su sentido genuino y sagrado a la fiesta de la Navidad? Obviamente no queremos cristianos tristes; pero tampoco tristes cristianos que hayan perdido el rumbo de su quehacer fundamental y el sentido profundo de su misión en la historia de la salvación. “Si cierran la puerta, apaguen la luz”. “Nos vemos Mañana”…
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